Ayer el presidente del Banco
Central Europeo (BCE), Mario Draghi, anunció por primera vez desde julio de
2012, la decisión de recortar su tasa de interés a un mínimo histórico, 0.5%
desde el 0.75% donde estaba.
Los datos más recientes confirman
que la zona euro continúa en recesión, acumulando ya cinco trimestres
consecutivos de caída de su Producto Interno Bruto, con su producción
manufacturera contrayéndose a un ritmo mayor y peor aún, con desempleo del
12.1%.
Como era de esperarse el euro
cayó más de 1% frente al dólar, pero lo más relevante, es que Draghi dejó la
puerta abierta a mayores “estímulos”,
como imponer tasas de interés negativas a los depósitos que se mantengan en ese
banco central, para empujar a los bancos comerciales a que no guarden su dinero
con él, sino que busquen colocarlo en préstamos, que en la imaginación de estos
tomadores de decisiones, impulsará la economía.
El banco de la eurozona cede así a
las intensas presiones que ha recibido desde el Fondo Monetario Internacional
(FMI).
No podemos olvidar que desde
marzo, su titular, Cristine Lagarde, declaró que deberían bajar las tasas y
tolerar una mayor inflación, y hace menos de dos semanas volvió a la carga, recalcando
que el BCE tenía “margen de maniobra”
para el recorte de tipos de interés, pero que a ellos correspondía decidir
cuándo hacerlo.
Vaya, con mensajes públicos como
estos, no sorprende que hayan cedido tan pronto, pues en privado, deben ser
todavía más intensos.
De forma paralela, también esta
semana la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), dejó en claro que está lista
para actuar, ampliando o reduciendo, su inyección de liquidez que hasta ahora
mantiene en 85 mil millones de dólares mensuales.
En realidad, su presidente, Ben
Bernanke, está hablando entre líneas a todos aquellos que especulaban en cada
reunión de su Comité de Mercado Abierto (FOMC, en inglés), sobre la
“inminencia” de una disminución en el ritmo de compra de activos de su programa
de flexibilización cuantitativa (QE): no
habrá tal.
Por otro lado, no debería
sorprendernos la idea de que detrás de la cortina, las cabezas de estos y otros
poderosas bancos centrales como el de Inglaterra, Japón y el propio FMI, se
estén “coordinando” –por así decirlo, para enviar la señal errónea al público
de que están en control y dispuestos a hacer lo que sea necesario, para revivir
la economía.
Recordemos que en abril, la
propia Fed tuvo que admitir que “por error”, envió con un día de anticipación
las minutas sobre su última reunión del FOMC, a una selecta lista de políticos,
cabilderos y funcionarios bancarios.
De esta pifia se pueden pensar
todo, menos que esa lista fue aleatoria. Muchas ventajas se pueden obtener de
información privilegiada, por lo que no es descabellado pensar que en materia
de decisiones de política monetaria como la del BCE, también existen filtraciones y “cooperación” de muy
alto nivel.
Ahora bien, estas recetas de manipular
los tipos de interés e imprimir dinero sin límites, que sin duda habrán de
continuar y expandirse, se han empleado desde el mismo comienzo de la crisis en
2008, y no han resultado por una razón: no pueden funcionar.
A la economía global no se le
puede revivir con más crédito, cuando ese es justo el cáncer de las deudas
impagables y el dinero sin respaldo en oro lo que la tiene en terapia intensiva.
No solo eso, sus estímulos están llevándonos cada día a empeorar las presiones
deflacionarias, es decir, la caída de precios en el mundo, que se expresan en
la baja de los rendimientos de los bonos gubernamentales, que continúan cerca
de mínimos históricos, y en el desplome de precios que han sufrido las materias
primas
De ellas, mención aparte merecen
los metales preciosos monetarios, el oro y la plata, pues su calidad de dinero
real, es motivo político suficiente
para inducir y magnificar el derrumbe de sus cotizaciones.
En el artículo anterior (“El Oro
se Acaba…”), explicamos cómo las tasas de interés artificialmente deprimidas,
más el ataque a los precios de metales preciosos monetarios, lo único que
acentúan es el proceso en el cual el fenómeno de “backwardation” (que indica la relativa escasez física en el
mercado, con precios al contado más altos que los del contrato de futuros) tiende
a volverse permanente, y el dinero real
se esconde de la circulación.
Con cada embate, cada vez hay
menos y menos “manos débiles” que sueltan su oro y plata a cambio de divisas
–para protegerse del riesgo de impago y pérdidas, se acrecienta la
“backwardation” y así, aflora una consecuencia no deseada por los banqueros
centrales: el rechazo al dinero de
papel, y por ende, a la deuda en que se “respalda”. La Gran Deflación.
Por eso en México, Europa y
Estados Unidos, no dejan de decir que la inflación está “controlada”. Es justo
lo opuesto.
Se les ha salido de control pero
a la inversa de lo que dictan los dominantes y equivocados preceptos
monetaristas y keynesianos.
México parece que no se quiere
quedar atrás en esa carrera de reducción artificial y global de tasas.
El propio Agustín Carstens,
gobernador del Banco de México, lo dejo entrever esta semana en una declaración
que luego intentó matizar. Dijo que para el segundo semestre de este año, podría considerar un nuevo recorte a su
tasa de interés de referencia si la inflación bajaba del 4%.
Pese a la enmienda, lo cierto es
que fiel a su estilo, Carstens no resistió la tentación de mostrar lo que
guarda “in pectore”, y hacer notar que también percibe los síntomas
deflacionarios.
En fin, el pánico se hace
presente en políticos y banqueros centrales.
Lo curioso es que su peor
pesadilla, la deflación, es justo lo que sin querer están impulsando, hasta el
punto en el que alcancemos una depresión económica tal, que a la distancia la
Gran Depresión del siglo XX parecerá un día de campo. Solo aquellos con oro y plata físicos en las manos, los últimos
extintores de deuda, saldrán mejor librados.
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