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Toda persona a igualdad de
circunstancias prefiere lograr sus metas lo más pronto posible. Dicho de otro
modo, valora más el presente que el incierto futuro. Sin embargo, no todos
pensamos ni sentimos igual, por lo que hay una diferencia de intensidad en la
ansiedad por lograr esos objetivos que nos trazamos. A eso le llamamos
diferencias en la preferencia temporal
que, al existir, abren un abanico de oportunidades de intercambio mutuamente
benéfico de bienes presentes por bienes futuros.
Aquellos con mayor preferencia
temporal, están deseosos de ofertar una cantidad más elevada de bienes futuros
a cambio de un bien presente del que puedan gozar hoy. Del otro lado, quienes
valoran más los bienes futuros estarán dispuestos a adelantarles a los primeros
los bienes que desean ante el compromiso de recibir más después. La preferencia
temporal de estos últimos es menos alta, y por renunciar a su consumo actual
les llamamos ahorradores o capitalistas. Desde la óptica de la teoría económica
un capitalista no es entonces el acaudalado empresario que conocemos, sino cada
uno de los millones de personas que por renunciar a parte de su consumo
presente aportan de forma variable a la acumulación de ahorro y por tanto, a la
formación de capital. El ahorro es por
ello la piedra angular del crecimiento y desarrollo económico sostenidos.
Entre quienes demandan bienes
presentes están por ejemplo, los trabajadores y aquellos empresarios que
necesitan adelantar el pago a sus factores productivos hoy, y que debido al
largo proceso de maduración de sus mercancías necesitan disponer de recursos de
forma inmediata.
Estos intercambios que aludimos
dan origen al “mercado de tiempo” –uno de los más importantes en economía– y a
la llamada tasa o tipo de interés. Podemos definirla como el precio de mercado de los bienes presentes en función de los bienes
futuros, que por lo general se expresa en términos porcentuales.
Como podrá entenderse, al ser un
precio fruto del intercambio en el mercado, éste debe estar libre de
intervenciones para no mandar señales tergiversadas a los agentes económicos. A
mayor oferta de ahorro el interés ofertado será menor y, ante su escasez, para
atraer ahorradores la tasa de interés tendrá que elevarse. Este proceso se da
gracias a la interacción de millones de oferentes y demandantes en ese libre
mercado de tiempo… cuando lo es.
En el mundo que vivimos eso no
ocurre. Tenemos comités de “notables” en los bancos centrales que, en los hechos,
deciden de acuerdo con su criterio –que se supone informado– el “mejor” nivel
para el tipo de interés. El problema es que su actuar no es inocuo, sino que genera distorsiones y una serie de
consecuencias insospechadas muy destructivas. Siempre que se fije un precio
por arriba o por debajo de lo que el mercado en libertad establecería, los
resultados son muy negativos.
Los banqueros centrales basan sus
decisiones en información, estadísticas, gráficas y análisis macroeconómicos
que desdeñan el papel del individuo actuante. Esta visión mecanicista de la
economía es peligrosa, porque sus practicantes se creen capaces de comprender y
abarcar de manera agregada los millones de grados de preferencias temporales
que tienen cada una de las personas. Así, terminan decidiendo qué es lo más
“conveniente”, según su juicio de valor
particular.
El problema es que si una mente
es compleja, millones son una aglomeración de complejos infinitos que ningún
grupo de notables sería capaz siquiera de concebir. De este modo, los tomadores
de decisiones saben la acción que ellos emprenderán, pero no tienen control alguno sobre la reacción de los demás. Cada uno
puede tener diversas reacciones al mismo fenómeno, como responder distinto ante
estímulos idénticos en diferentes momentos.
Como tal, la acción humana
implica que la rigen leyes distintas a, por ejemplo, las leyes físicas, donde
su constancia nos permite predecir que los resultados de determinados
experimentos podrán ser los mismos siempre, o al menos en nuestro horizonte temporal.
De modo que la información de la
que disponen los banqueros centrales será, en realidad, ínfima dentro del
complejo universo del actuar de las personas.
Con lo anterior se puede entender
que una señal como la de abundancia de ahorro, que provocaría la reducción de
la tasa de interés, no es igual a la
decisión de recortar esos tipos por voluntad oficial.
Para poder hacerlo, los banqueros del orbe se han comprometido en la actualidad a inyectar cantidades sin precedentes de liquidez mediante compras de activos que elevan sus precios, a estimular el crédito y la expansión de la deuda bajo la creencia errónea de que “hace falta demanda”, no ahorro. Grave error. La única vía para tener más consumo mañana, es manteniendo siempre un nivel de sacrificio hoy –manifestado por el ahorro, pues al transformarse en capital eleva la productividad y la abundancia de bienes y servicios, que en consecuencia, tenderán a bajar de precio y a volverse más accesibles. Habrá más consumo si primero hay ahorro.
La función empresarial, en este
sentido, juega un papel eminente. El descubrimiento de oportunidades de
ganancia y la garantía de que se respetará la propiedad privada de lo ganado,
es el único incentivo auténtico para
la creación de más riqueza. Desde luego, el financiamiento de esos empresarios
debe provenir de ahorro real.
Pero en el mundo en que vivimos la
abundancia de ahorro es inexistente. Pese a ello, los mercados están
reaccionando como si lo hubiera. No hay ahorro suficiente para reponer el
capital desgastado y acumular más, sino
creación desenfrenada de dinero –como consecuencia del abandono del patrón
oro– y crédito, magnificados además por
el sistema bancario de reserva fraccionaria.
Los empresarios responden a ese
falseado mensaje de que “hay mucho ahorro” –que en realidad es crédito generado
del aire por los bancos centrales– con diferentes decisiones de inversión.
Tienen en mente la creencia de que sus proyectos –dado el bajo nivel de tasas
de interés, son viables. Por ser ahora rentables, se embarcan en aventuras
especulativas en activos financieros –como el mercado de bonos y bursátiles– y
en los de producción de bienes de capital, alejados
del proceso de consumo final. Lo anterior debido a que con los tipos de
interés bajos, el valor presente de esos bienes de capital se eleva, se vuelve
más atractivo producirlos. En consecuencia, el flujo de fondos hacia la
producción de bienes de consumo, menos rentables, se va secando.
El resultado no puede ser otro
que el desastre. La razón es que mientras que se puede acumular capital de
forma permanente, no se puede hacer lo mismo con la deuda, que es justo lo que
se hace al expandir el consumo por medio
del crédito. El momento de pagar cuentas siempre llega.
Tarde o temprano el mercado
descubre que, ni había ahorro para sustentar tal creación de bienes de capital,
ni se debió desviar recursos de las áreas de producción de consumo final. Al
haberlo hecho, la inicial baja de precios de este tipo de bienes básicos
(recuerden lo que tanto nos dicen: “no hay inflación”) se revierte y, debido a
la escasez que generó el producirlos menos, se predispone que al final sus precios se disparen y millones de
personas tengan que padecer por ello. Aún no llegamos a esta etapa, pero lo
haremos.
Dicho de otra forma, la forma de
combatir la “deflación” que siguen intentando los bancos centrales, solo eleva
el valor los bienes de los ya de por sí ricos, mientras empobrece más al resto
de la población. Al querer combatir un incendio con gasolina, esa baja de
precios que se busca revertir con más crédito e impresión monetaria, condiciona
que los precios de bienes de consumo sigan
cayendo, y que llegue una crisis peor.
La trama no termina ahí, pues al
inflar los precios de los bienes de capital por la especulación generada, se
condiciona un nuevo proceso agravado de
deflación auténtica (definida como contracción del crédito) cuando el
mercado es incapaz de absorber tal cantidad de bienes de capital producidos. De
manera que gran parte de los nuevos proyectos de plantas industriales,
maquinaria, proyectos inmobiliarios, etc., terminarán desiertos. Del otro lado,
los mercados de consumo estarán devastados y los gobiernos en quiebra. Un
desastre que se pudo evitar.
La economía global está enferma
por los repetidos ciclos de auge y recesión que cada vez se agudizan más. La
causa se encuentra en la “mano negra” de autoridades políticas y monetarias
que, guiadas por teorías equivocadas, pretenden sacarla adelante con dosis cada
vez más grandes de lo que la enfermó: creación
monetaria, crédito y consumo. El ahorro, piedra angular del desarrollo
económico, es ninguneado y aniquilado mientras se sigue deprimiendo por decreto
las tasas de interés.
La peor parte de esta historia es
que esas burbujas en activos que crean, revientan, vuelven a inflar y a
estallar de nuevo en otros sectores, alcanzan en punto de quiebre tras el cual
ya no es posible continuar el proceso y la depresión se vuelve casi permanente.
Hay signos de que nos acercamos a ese punto y maneras de resolverlo, pero los abordaremos
en la siguiente entrega.
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