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En el mundo se libra una
verdadera guerra entre la libertad y el sometimiento. Los defensores de la
primera, por desgracia, están en franca desventaja por una razón: enfrente no
solo tienen a los poderes que, tras bambalinas, pretenden dirigir los destinos
de la humanidad hacia donde les conviene, sino a sus agentes defensores: el Estado intervencionista. En esta
gran guerra se libran batallas en múltiples frentes que, justo por estar ante
nuestros ojos, para muchos pasan desapercibidas.
En el plano monetario, por
ejemplo, el siglo pasado fue un “round” ganado por los enemigos de la libertad
y el dinero real –el oro y la plata, a los que poco a poco lograron sacar de la
escena para empoderar a una terrible bestia: el fraudulento dinero fíat, de papel, basado en la deuda. El rey de
este esquema terminaría siendo nada menos que la divisa de la máxima potencia
de esa centuria: el dólar estadounidense. Por eso, para quienes conocen tanto
el trasfondo como los motivos de los titiriteros que manejan –intelectual y materialmente–
a los intervencionistas, no es ninguna sorpresa que el resultado de sus malas
acciones sea siempre el de crisis globales recurrentes. Es la estrategia. Y es
que al empeorar cada vez más, se convierten en el pretexto perfecto, en una
especie de ataque macroeconómico de “falsa bandera”, para justificar las
restricciones que pretenden imponer a las libertades económicas de las
personas. Sobra decir que todas las demás, en automático, también son
violentadas. La cantaleta siempre es la misma: esto es culpa del mercado, urge
la visible mano estatal. Por eso Ludwig von Mises advirtió en muchas ocasiones
que nos dirigíamos hacia un peligroso dominio estatal sobre los habitantes de
la Tierra y las consecuencias que tendría.
Como si fuera poco el daño que le
causa a la humanidad ese sistema de dinero fíat, el Estado intervencionista
–como arma del gran poder detrás de la cortina, no se conforma, pues aspira a controlarlo todo. En vez individuos
libres, pensantes, demanda buenos soldados que hagan lo que se les ordena y
nada más. Es debido a ello que, como el “Gran Hermano” que es, quiere saber
e identificar los movimientos de sus
ciudadanos, por supuesto, muy en especial lo que tenga que ver con su dinero.
Cuánto ganan, cuánto tienen que pagar de tributo a su derrochador “rey” y en qué
lo gastan, se vuelve información que el Estado y sus secuaces desean con
avidez.
No es casualidad entonces que
busque siempre formas de lograrlo. La
complicidad entre intervencionistas y banqueros, por tanto, es fundamental.
Los últimos, para allegarse en todo momento de recursos frescos y evitar la
bancarrota –inevitable desenlace por cierto dentro de todo sistema de reserva
fraccionaria como el actual, necesitan que por ellos, y solo a través de ellos
fluya la absoluta la mayoría de crédito y en general, cualquier operación
financiera. En otras palabras, no basta con castigar por medio de la inflación
a los ahorradores que guardan su dinero “debajo del colchón”, sino que además,
hay que obligarlos a que presten sus recursos al banco. Es un error grave considerar
que el efectivo se “deposita” en dichas instituciones, pues bajo el esquema
universal al que hemos aludido, en realidad lo que se hace es otorgar crédito a
los banqueros, que nunca tienen suficiente para liquidar la totalidad de sus
pasivos.
Claro está que para aquella
coacción, los banqueros necesitan que sus cómplices en el Estado, vayan limitando cada día el uso de
instrumentos que doten de privacidad a los entes económicos, como el
efectivo. Es por esto que el uso de billetes está bajo ataque en todo el orbe,
y ha dado como resultado que en las economías más importantes, existan prohibiciones a su uso a partir de
determinadas cantidades.
El órgano internacional encargado
de operar estas acciones es el “Grupo de Acción Financiera contra el lavado de
dinero” (GAFI o FATF por sus siglas en inglés), cuyos objetivos según su portal
de internet son: “establecer estándares y promover la implementación efectiva
de medidas legales, regulatorias y operacionales para combatir el blanqueo de
capitales, el financiamiento del terrorismo y otras amenazas relacionadas con la integridad del sistema financiero
internacional” (énfasis agregado). La actividad del GAFI inicia con sus
propios miembros, incluido México, pero monitorea también al resto de países
para promover la adopción de sus recomendaciones.
Es decir, llegamos al punto en el
cual cargar con “mucho” efectivo –a criterio de burócratas y/o legisladores que
los establecen, se ha vuelto motivo suficiente para presumir la comisión de un
delito al querer comprar, por ejemplo, joyas, autos o bienes raíces pagando con
efectivo. Así que quienes antes buscaban evitar los peligros de una quiebra
bancaria acumulando billetes o por mero deseo –gracias a que no desaparecen como sí puede ocurrir con sus “depósitos”,
pasan de la categoría de disciplinados y conservadores ahorradores al de
presunto delincuente. Bajo el pretexto del combate al crimen pagan justos por
pecadores, y quienes se dedican a actividades ilícitas continúan trabajando de
cualquier forma. Claro, lo anterior sin mencionar que el mismo papel moneda no
da más garantía que la que reside en la confianza del público, respecto al
banco central que los emite. Ante la crisis de divisas que vendrá, confianza en
ellos es lo que menos habrá.
De manera que la sola posesión de
“altas cantidades” de efectivo es sospechosa. Se presume pues nuestra
culpabilidad en la comisión de un delito financiero, no la inocencia como
debería ser. Un Estado policíaco. Esta situación es nuestra “nueva normal”, un abierto
atentado contra la libertad y dignidad de las personas. Un paso adelante en su
proceso de sometimiento que no debe pasar desapercibido, pues como parte de un
todo, lo que no contribuye a la garantía de propiedad privada y al libre desarrollo
de las capacidades empresariales, implica un retroceso en cuyo extremo, pone
en riesgo la existencia misma de nuestra civilización.
Lea la segunda parte aquí.
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