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viernes, 22 de mayo de 2015

Un Estado Sin Tierra

Invitado:
Gabriel Quadri de la Torre
México es un Estado sin tierra. Perdió virtualmente todo su patrimonio territorial durante los siglos XIX y XX. Primero fue una colonización más o menos caótica de tierras baldías por parte de los estados y del gobierno central, durante las primeras décadas de la Independencia. Después de que Santana decretó en 1853  la propiedad de la Nación sobre todas las tierras no tituladas, centralizó su manejo, y  anuló las facultades de los estados, los liberales lo derrocaron y promulgaron la Ley Lerdo de Desamortización de Tierras de Corporaciones (léase la Iglesia y las comunidades indias), recogida también en la Constitución de 1857. Trataron de seguir la visión Jeffersoniana:
crear una clase media de granjeros y campesinos propietarios, próspera y ciudadana. Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz (muy especialmente) abrazaron este objetivo con fervor. Las tierras baldías y nacionales, las que habían sido propiedad de la Iglesia, y de las comunidades indias fueron entregadas a compañías deslindadoras, para su venta y colonización. Hubo despojos  sobre los indios, que no podían o no quisieron adquirir títulos individuales de propiedad (como lo exigían las leyes), y se configuraron grandes latifundios. Los liberales no lograron su ideal Jeffersoniano, y liquidaron buena parte del acervo territorial del Estado.
Porfirio Díaz, después de repartir casi la cuarta parte del territorio nacional, rectificó; mandó a parar el deslinde y venta de tierras, y a identificar aquellas de propiedad pública para ser conservadas como bosques nacionales. Era muy tarde, 1909; la Revolución se lo impidió.
La Revolución cambió el código, en vez de granjeros y campesinos prósperos, autónomos y ciudadanizados, quiso restaurar ejidos y comunidades y restituir derechos sobre la tierra para todos, en forma colectiva. Además los controló con un férreo yugo político-corporativo que fue pilar del Estado pos-revolucionario. Retomó con frenesí el reparto agrario para crear ejidos y colonias, y reconociendo derechos a comunidades indias. La cantera del reparto fueron los latifundios y el patrimonio territorial del Estado (tierras baldías y terrenos nacionales). Se creó una maquinaria formidable y autoalimentada de enajenación de tierras públicas: el partido oficial, centrales campesinas, burocracias, organizaciones sociales, tribunales especiales, y un lucrativo modus vivendi para numerosos líderes. Una rotunda ideología  lo legitimaba todo. Con el tiempo se acabaron las tierras productivas para la agricultura (escasas en México), no importaba; se repartieron bosques, selvas y desiertos en cerros, montañas, cañadas y sierras, con suelos pobres y frágiles, sin agua y de acceso imposible, bajo el eufemismo de montes y agostaderos, particularmente en la última etapa de la Reforma Agraria, entre 1964 y 1992. Fue el asalto final masivo sobre el patrimonio territorial del Estado y sobre la biodiversidad de México.
El Estado se quedó sin tierra. Se crearon más de 30 mil núcleos agrarios (ejidos y comunidades) en más de la mitad de la superficie de nuestro país, con más de 3 millones de beneficiarios. La mayoría fueron dispersados y aislados en más de 200 mil asentamientos pequeños y miserables sin posibilidades productivas viables. En gran medida sólo pudieron desmontar  para sembrar maíz en laderas, y pastorear ganado. Deforestaron y erosionaron la tierra: Pobreza irremediable que se transmite inter-generacionalmente y devastación ecológica del territorio nacional. A esto hay que sumarle proyectos enormes de desmonte y colonización, invasiones, incertidumbre en la tenencia de la tierra y conflictos sangrientos, propiedad colectiva, y concesiones forestales en tierras ajenas (por tanto, depredadoras).
La Reforma Constitucional de 1992 trató de revertirlo sin mucho éxito. Incluso, Áreas Naturales Protegidas se han tenido que establecer sobre tierras privadas (ejidos, comunidades e individuales), y no es posible garantizar ahí la conservación a perpetuidad. Es indispensable reconstruir un acervo de tierras públicas para la conservación.

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