En el
artículo anterior aludimos a la teoría evolutiva del origen del dinero de
Carl Menger, fundador de la Escuela Austríaca de Economía. Gracias a ella quedó
claro que esa importantísima institución social fue el producto espontáneo de la interacción libre de las personas en el mercado,
sin intervención del Estado. Otras instituciones sociales tan importantes como
el lenguaje, por ejemplo, surgieron de la misma manera.
Eso sí, Menger en su obra
“El Dinero” nos dice que la intervención estatal solo vino a darle un perfeccionamiento
a la institución monetaria, al establecer calidades y características para la
acuñación de monedas de oro y plata que, con ello, su de por sí ganada máxima
negociabilidad de entre todas las materias primas se elevó todavía más.
Pero una cosa es el
perfeccionamiento del dinero privado y otra muy distinta su monopolio, que a
partir de la creación de la Reserva Federal estadounidense en 1913, comenzó a
imperar en el mundo. Dicho monopolio le dio al Estado, por medio del banco
central y en contubernio con la privilegiada banca privada, el poder de
expandir sus gastos y de salvar a sus cómplices banqueros en apuros. Los
efectos económicos de esa perniciosa alianza hacen urgente la reprivatización del dinero.
Por desgracia, el Estado está tan
inmiscuido en todos los aspectos de la vida en la mayoría de los países que
resulta difícil concebir una sociedad sin él.
Al respecto, es más que
conveniente revisar lo que el economista español Juan Ramón Rallo nos dice en
su libro “Una revolución liberal para
España”, respecto a cómo sería un sistema monetario y bancario en ausencia de Estado.
Rallo explica que uno de los
mitos más recurrentes es que sin aquel, habría una especie de “caos monetario”.
El razonamiento es que si cada uno utiliza su propio dinero, en una misma
sociedad ocurriría que convivirían billetes muy distintos entre sí que
dificultarían las transacciones y los pagos. También se suele afirmar que sería
más “inestable”. ¡Falso!
Esos mitos caen por el propio
peso de su falsedad histórica y teórica. Los
billetes que usamos son un medio de pago pero NO son dinero. Dinero es el medio
de intermediario generalmente aceptado, pero elegido por la gente en libertad.
Lo anterior se debe a que su origen, como ya vimos, se rastrea en el trueque:
el intercambio de una cosa por otra.
En cambio el “dinero” que usamos hoy
es lo que siempre ha sido: solo una promesa de liquidación a futuro, una deuda que hoy día ya no es redimible en dinero. Desde siempre los billetes fueron
pues una promesa de entregar dinero real a cambio –oro y plata por lo general. Y
es que a nadie sirve per se un trozo
de papel o polímero de colores con imágenes de diferentes personalidades
históricas o paisajes, pero esos billetes valen ahora gracias a que una ley estatal
nos obliga a su aceptación. Lo que queremos es lo que con ellos se puede
obtener.
Los billetes son pues una simple
moneda de curso legal que no tiene respaldo alguno en metal u otra materia
prima. Constituyen una deuda del emisor
que, de este modo, tiene el incentivo de corromper la moneda al máximo –expandiendo
el crédito y la impresión de billetes- para liberarse de sus obligaciones.
Rallo señala lo que en nuestra opinión
es una contradicción absurda: los bancos privados ya no tienen permitido emitir
sus propios billetes convertibles en dinero, pero sí tienen permitido crear de
la nada el dinero del Estado –por medio de la reserva fraccionaria. La complicidad queda expuesta.
En un sistema de dinero
reprivatizado con competencia bancaria y sin intervención estatal, los bancos emitirían
sus propios billetes. En ellos se especificaría la cantidad de dinero –en
especial oro, por ejemplo– que se entregará al portador en caso de demandarlo. En
nuestros días eso de alguna manera ya lo hacemos, pues usamos los mismos billetes
para hacer pagos en diferentes bancos. En todo caso, la equivalencia en dinero es lo que definiría el monto de la
transacción y en lo que la gente debería fijarse, sin importar el color o
el diseño mismo del billete.
Es probable que los bancos
privados acordaran unificar sus
criterios y, aunque cada uno creara los suyos, las denominaciones fueran
iguales, lo mismo que su equivalencia en dinero por el que podrán ser redimidos.
Rallo también señala que lo que
llevaría más tiempo decidir es qué será lo
que la gente acepte como dinero de respaldo. En esto tampoco debería
meterse el Estado pues no solo no hace falta, sino que perjudicaría el sistema
y terminaría siendo igual al actual. La evolución y surgimiento propio del
dinero demuestran que un bien o mercancía entre más sea aceptado mejor
funcionará como dinero, pero esa es decisión debe dejarse a los agentes
económicos en el mercado. Como en su origen, al final de esa competencia de
dineros prevalecerán los mejores.
El oro y la plata han sido elegidos casi siempre por sus
características y propiedades, por lo que es de esperar que en un sistema libre
auténtico la dupla de metales preciosos fuera de nuevo seleccionada, como antes
lo fue. En el camino, seguro la creatividad empresarial creará otros dineros
–al estilo de las criptodivisas por ejemplo, pero de nuevo, al final
prevalecerán los mejores y los criterios es posible que se unifiquen. El
mercado lo decidirá.
Como quiera, lo deseable es tener
ese sistema monetario en el que los medios de pago son deudas que se pueden redimir en dinero si el
tenedor lo demanda, pues esto dota al ciudadano libre del poder de contener y
limitar el comportamiento irresponsable de los bancos y gobiernos, como veremos
en la próxima entrega. Ya no podrán expandir a placer sus carteras para obtener
pingües ganancias unos, ni endeudarse sin límites los otros, pues ya no podrán
crear de la nada el dinero que necesitan.
Sin esto –como la evidencia
empírica lo demuestra, los emisores abusarán siempre del privilegio del
monopolio de la emisión monetaria y del ser rescatados por el contribuyente y
el banco central cuando hay problemas. La víctima somos todos los demás, pues
esos abusos tienen consecuencias económicas muy graves que debemos detener.
Error fatal es confiar la institución social del dinero a la codicia y
corrupción del Estado. Sobre los efectos de esto escribiremos en el tercer
artículo de la serie.
TERCERA PARTE: El monopolista del dinero
TERCERA PARTE: El monopolista del dinero
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